viernes, 1 de julio de 2016

Reinaldo Arenas


(1943 - 1990)



Reinado Arenas nació en Aguas Claras, Cuba, en 1943 y falleció en Nueva York, en 1990. Su obra inicial se inscribió en la narrativa del boom latinoamericano. Sus últimas producciones son un testimonio doloroso y satírico de su vida, como en Antes que anochezca (1992).
Criado en el seno de una familia humilde y campesina, su adolescencia estuvo marcada por su unión a la insurrección castrista desde 1958. Con el triunfo de la Revolución, tuvo oportunidad de participar en el programa de educación del nuevo gobierno, donde su formación autodidacta se vio enriquecida por la frecuentación de dos maestros, José Lezama Lima y Virgilio Piñera, que avalaron sus tempranas publicaciones.
En 1962, cuando sólo contaba diecinueve años, apareció su primera y última novela editada en la isla, Celestino antes del alba, ya que el resto de su producción se publicó en el extranjero. Entrada la década de los años sesenta, fue víctima de las medidas del gobierno cubano contra los homosexuales y el acoso contra él aumentó hasta que en 1973 fue acusado de abuso sexual y arrestado: huyó y se convirtió en fugitivo por el interior de la isla, pero poco después se le detuvo y encarceló en la prisión de El Morro.
Finalmente, en 1980, por una amnistía gubernamental, pudo optar por el exilio. Se trasladó primero a Miami, donde no tuvo suerte, y luego a Nueva York, ciudad en la que se instaló definitivamente y continuó escribiendo, hasta que, enfermo de sida, decidió quitarse la vida en 1990, dejando más de veinte libros, que incluyen diez novelas, algunos poemas, relatos breves y obras de teatro.
En esa densa producción corresponde destacar El mundo alucinante (1965), Otra vez el mar y la autobiográfica Antes que anochezca, cuya versión cinematográfica se estrenó en 2001. El mundo alucinante fue llevada de contrabando a Francia, hecho que acentuó la hostilidad del gobierno cubano hacia el escritor; la obra es una recreación mítica de la vida del cura mexicano Servando Teresa de Mier. Otra vez el mar, una de sus novelas fundamentales, fue confiscada por la policía política; Reinaldo Arenas se vio obligado a reescribirla tres veces.
Otras obras que cabe mencionar son El palacio de las blanquísimas mofetas (1980), El central (1981), Termina el desfile (1981), Arturo, la estrella más brillante (1984), El color del verano (1991) y El asalto (1991). Arenas, junto a S. Sarduy, está considerado uno de los principales continuadores del neobarroquismo cubano inaugurado por la obra de Lezama Lima.

Pelicula "Antes que Caiga la Noche".

El poeta Reinaldo Arenas se suicida en Nueva York

  • Javier Bardem bordó el papel del disidente homosexual en la película 'Antes que anochezca'
  • "Cuba será libre. Yo ya lo soy". Esta fue la nota de despedida del poeta cubano antes de quitarse la vida en 1990, tres años después que le diagnosticaran Sida

 
“Cuba será libre. Yo ya lo soy”. Con esta nota se despedía del mundo el novelista y poeta cubano Reinaldo Arenas  antes de quitarse la vida. Era el 7 de diciembre de 1990, tenía 47 años y hacía tres que le habían diagnosticado Sida. Javier Bardem se puso una década después en la piel del disidente cubano e hizo que el gran público conociera su historia.
Perseguido en Cuba por su condición de intelectual y homosexual (por esto último estuvo encarcelado como “delincuente social”) a Reinaldo Arenas no le quedó otro camino que la disidencia. Y logró huir de la opresión, esto es, del régimen de Fidel Castro, en 1980. Por aquel entonces ya hacía mucho tiempo que había conseguido el reconocimiento internacional dentro del género de literatura cubana fuera de Cuba . Falleció en Manhattan tras ingerir una combinación de píldoras y alcohol.
Pero parte del gran público conoció la vida y la obra de Arenas una década después de su muerte gracias a la adaptación al cine de su autobiografía, Antes que anochezca (es su libro más conocido aunque el más celebrado es Un mundo alucinante). El actor español Javier Bardem fue el escogido para dar vida al poeta cubano. El guión ya estaba escrito puesto que se basaba en la desgarradora biografía que el propio Arenas escribió; un libro muy exitoso en Estados Unidos y que a España llegó dos años después de la muerte del poeta.
La impecable interpretación que Bardem hizo del poeta cubano lo catapultó como uno de los grandes actores a nivel mundial. Se llevó la Copa Volpi en Venecia (y le dedicó el galardón a Reinaldo Arenas). Más tarde, tras hacerse pública su nominación al Oscar, el español confesaría sus reticencias iniciales a interpretar el papel del poeta “con la cara de bestia que tengo, hacer creer a la gente que soy homosexual ya es un reto” (8). Bardem se quedó a las puertas del galardón, pero la candidatura le sirvió para hacerse un nombre en Hollywood. Además, su magnifica interpretación permitió al gran público conocer más de cerca a Reinaldo Arenas. 


Reinaldo Arenas
ERA LA NOCHE DE LA MUERTE

El 7 de diciembre de 1990, un hombre de 47 años, escribió lo que de seguro sería el texto más difícil de su vida: “Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. (...) Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país”. 

La breve nota sería firmada por él con la precisa instrucción de ser publicada y enviada a todos sus amigos. Luego de escribirla, Reinaldo Arenas preparó un cóctel de alcohol y pastillas. Y bebió.

La leyenda urbana afirma que Lázaro Gómez Carrillo estaba presente aquel día en el apartamento de Nueva York, que posiblemente Arenas le dictó aquella última carta a Lázaro y que éste le ayudara a ingerir el cóctel de pastillas. 

La presencia de Lázaro Gómez no es improbable debido a que en los tres años anteriores a su muerte, Arenas llegaría a estar en muchas ocasiones tan debilitado y enfermo que no podía escribir y dictaba todo en una grabadora. Lázaro se convirtió en un asistente cercano. Arenas siempre describió su relación como una amistad que se había convertido “en una suerte de hermandad” aunque muchos creen que fue su amante.

El círculo íntimo de sus amistades no se sorprendió mucho de su suicidio. No sólo porque sabían de su cada vez más deteriorada salud, sino porque en diversas ocasiones, Arenas había hablado del horror que le provocaba “el insulto de la vejez”, como él lo llamaba. 

Además, el desencanto había comenzado a rondarlo: “hacía unos meses había entrado en un urinario público y no se había producido esa sensación de expectación y complicidad que siempre se había producido. Nadie me había hecho caso y los que allí estaban habían seguido con sus juegos eróticos. Yo ya no existía. No era joven. Allí mismo pensé que lo mejor era la muerte. Siempre he considerado un acto miserable mendigar la vida como un favor. O se vive como uno desea, o es mejor no seguir viviendo. En Cuba había soportado miles de calamidades porque siempre me alentó la esperanza de la fuga y la posibilidad de salvar mis manuscritos. Ahora la única fuga que me quedaba era la muerte”. 

Entre los libros que Arenas completó antes de morir estaban las dos novelas que faltaban para terminar su Pentagonía y su autobiografía Antes que anochezca, acaso su libro más conocido gracias a la película que muchos años después dirigiera Julian Schnabel y en la cual el papel de Arenas fuera interpretado por Javier Bardem. Pero no era la primera vez que Antes que anochezca era escrito. Ni tampoco lo primera vez que el suicidio se planteara como una puerta de salida a una situación invivible. 

“Nada hay peor en Cuba que ser disidente, escritor y maricón”, decía el mismo Arenas. Y él era las tres cosas. Aunque involucrado en el movimiento inicial que derrocó a Batista, muy pronto se daría cuenta de que el nuevo régimen socialista no era lo que todos habían soñado o imaginado. Como muchos intelectuales, vio censurados sus escritos que eran una explosiva mezcla de disidencia política junto con la experiencia homosexual de la que él se ufanaba sin pudor alguno.

En La Habana, y huyendo de la policía luego de un frustrado intento por salir de la Isla, se escondió en el Parque Lenin. Durante el día, Arenas se apuraba a escribir los recuerdos de su vida mientras hubiera luz, antes que anocheciera. De ahí el título de su autobiografía. Sabía que era improbable que pudiera publicar aquellos apuntes porque ya muchas veces anteriormente había escrito algo y luego los manuscritos eran destruidos o se perdían en alguna persecución. Pero escribir en aquellas circunstancias, como en todas las demás de su vida, le servían de alivio. Finalmente fue encontrado por la policía entre el follaje del Parque y enviado al Castillo del Morro. Aquel primer manuscrito de sus memorias se perdió para siempre.

Lo que no perdió Arenas al ser apresado, y que curiosamente ningún policía le confiscó antes de entrar a prisión, fueron un reloj, una brújula y unas pastillas alucinógenas que le había dado alguna amistad. Arenas le temía a la tortura y temía comprometer a sus amigos. Tomó un puñado de aquellas pastillas con la esperanza de morir y evitar lo que se avecinaba. Tres días después recuperó el conocimiento en un hospital de la prisión, una galera llena de personas con enfermedades infecciosas. El médico le dijo que se había salvado de milagro.

La estadía en el Morro fue, como lo presintió, un auténtico infierno: convivir con asesinos y violadores despiadados, donde se corría peligro real de morir, hacinamiento, ruido, malos olores, violencia entre los prisioneros y los guardas, enfermedades, pésima alimentación, el calor húmedo e insoportable, además de la constante tensión de si sería interrogado o torturado...

Luego de una semana de intensos interrogatorios, decidió intentar suicidarse de nuevo. Pero no era fácil hacerlo. No había cuchillas, objetos punzantes ni cordones de zapato en aquel lugar. Optó por dejar de comer, pero no le funcionó. Así es que una noche rompió el uniforme, hizo con las tiras una especie de soga y se colgó de la baranda de hierro de la cama. Estuvo colgado cuatro o cinco horas, perdió el conocimiento, pero tampoco murió. Los soldados lo encontraron y el médico de la prisión lo atendió. Era el mismo que lo había atendido cuando lo de las pastillas. “Tienes mala suerte, no lo lograste”, fue lo único que le dijo. 

Luego de dos años de estadía en el Morro, Arenas fue liberado. Pero la calle no era mucho mejor que la prisión. Era constantemente vigilado, descubrió que muchos a quienes creyó sus amigos eran en realidad delatores, escribía y escondía sus manuscritos para que no cayeran en manos de la seguridad. Dos golpes que lo deprimirían profundamente fueron las muertes de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, ambos amigos suyos y cuya relación le valió sus primeras persecuciones políticas.

Fue en esa época que conoció a Lázaro Gómez, quien aunque era heterosexual, logró congeniar con Arenas a tal punto que jamás se volverían a separar. Ambos salieron de Cuba cuando la crisis del Mariel en 1980. Arenas tuvo que falsificar el apellido de su pasaporte transformándolo en “Arinas” puesto que su nombre estaba en una lista de gente a la que no se le permitiría salir.
La vida en las entrañas del imperio tampoco era fácil y de eso Arenas se dio cuenta bastante rápido. Pasó aprietos para comer, trabajar, encontrar un techo. Se trasladó a Nueva York. Reinaldo lograría, gracias a su prestigio como escritor, viajar a varios países como Venezuela, Francia y España y denunciar la situación en Cuba. 

En el invierno de 1987, luego de una serie de fiebres inexplicables y terribles, acudió al médico. Le fue diagnosticado SIDA. Al regresar a su apartamento, Reinaldo Arenas se plantó delante de una foto de Virgilio Piñera que tenía colgada en la pared. Le dice: “Óyeme lo que te voy a decir. Necesito tres años para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano”. Y Virgilio Piñera, generoso, obra el milagro: le concede esos tres años en los que Arenas terminó de escribir lo que le faltaba por decir antes de que anocheciera la noche de su muerte.
Gracias Virgilio.

(Publicado en C.A. 21, artículo 4 de la serie El Club de los Escritores Suicidas).

Reinaldo Arenas 
EL CHAPERO DELATOR 

Entonces salió a la calle, es decir, a aquellos callejones soleados llenos de arena y casas de madera tras las cuales retumbaba el mar. En una de las esquinas estaba un joven, uno de los tantos muchachos que parecen surgir del mismo mar, ensimismado en su indolencia, ofreciéndose sin ofrecerse, llamándolo sin siquiera decirle media palabra. Ven, ven, ahora mismo ven aquí... Sí, ya sé que otros podrán decir que han sentido lo mismo o algo parecido, pero lo que yo sentí era precisamente único porque era mi sentimiento. Y ese sentimiento me decía que aquel muchacho me estaba esperando, que esa manera de sonreírse al yo pasar, de estirar aún más las piernas, de recostarse a la pared de la esquina; todo eso estaba dedicado -deparado-, quizá desde hacía muchos siglos, exclusivamente a mí, y que ese momento, por múltiples razones, incluyendo la ausencias de Elvia y del niño y hasta la misma calle súbitamente vacía, era mi momento, el único que quizás en toda mi vida iba a ser exclusivamente mío. Ya sé, ya sé, ya sé que no es así. Pero es así... Ismael saludó al joven y éste con mucha desenvoltura le extendió una mano y dijo llamarse Sergio. Caminaron un corto tramo bajo los portales de madera. Sergio le preguntó que si vivía en Santa Fe. Ismael no pudo negarlo e incluso señaló para la calle donde estaba su apartamento. Sergio preguntó entonces que si vivía solo. Sí, ahora estoy solo, dijo Ismael. Es por aquí, agregó. Y los dos subieron hasta el apartamento. No hubo mayores preámbulos, ningún tipo de comentarios o preguntas. Sergio no era Sergio. Era como una aparición, como una compensación, como algo previsto por el tiempo, quizás por los dioses o por lo menos que algún dios piadoso, por alguna marica divina, por alguien que a pesar de todo quería y lograba que uno no fuese completamente desdichado. Y al desabrocharle la camisa, Ismael supo que aquel joven no era una aparición, sin algo más rotundo e inefable a la vez : un cuerpo real, un joven y bello cuerpo deseoso de ofrecerse. 

Se amaron desenfrenadamente, como si ambos (también Sergio) viniesen de tortuosos caminos de abstinencia obligatoria. Abrazados se revolcaron en el sobrecama tejido por la misma Elvia, entre las sábanas almidonadas y también planchadas por Elvia; cayeron sobre el piso y volvieron a abrazarse y a poseerse entre ronquidos de placer mientras tropezaban con la cuna de Ismaelito que rodó hasta chocar contra el espejo del cuarto que reflejaba los cuerpos desnudos. Así, en el suelo, todavía abrazados, se quedaron por un rato. No se trata de una compensación o de un desahogo, pensó Ismael (la cabeza todavía colocada sobre el vientre del muchacho), es la felicidad, algo que no volverá a repetirse nunca y que no es necesario que se repita; al contrario, que no debe repetirse nunca para que siempre sea la felici dad. Despacio, Sergio apartó la cabeza de Ismael de su vientre, y aún excitado, dando testimonio de los dieciocho años que en cierto momento dijo tener, se puso la ropa y despidiéndose apresuradamente se marchó. Desnudo, tirado sobre el piso, apoyándose entre algunos cojines, Ismael se quedó solo en la habitación matrimonial, disfrutando toda la escena que acababa de ocurrir, disfrutando ahora más que en el momento en que ocurrió. Hasta que escuchó que alguien tocaba con fuerza a la puerta. Todavía por un momento, Ismael se quedó ensimismado en el piso. Pero las llamadas insistían y pensando que podía ser alguna vecina que solicitaba algo de Elvia, un sobre de café, una cuchara de manteca, se tiró encima el sobrecama y fue a abrir. Junto a la puerta estaba Sergio acompañado de dos milicianos con brazaletes, la presidenta del C.D.R., y más atrás un policía. No sé qué tiempo estuve así, tirado en el piso abrazado a los cojines hechos por las manos de Elvia, siempre pensando, o más bien sintiendo (porque en ese momento no se piensa), sintiendo: la dicha, la dicha, la verdadera dicha, mucho más grande, mucho más grande a medida que pase el tiempo y la recuerde. No, no sé qué tiempo estuve así, quizás sólo el necesario para que el muchacho regresara con la policía, tocara a la puerta y señalando para Ismael envuelto en el sobrecama dijera: Es él, este señor me invitó a su casa e inmediatamente se me tiró al rabo. No, no sé qué tiempo estuve así, sin decir nada, el sobrecama cubriéndome hasta los tobillos, el muchacho frente a mí señalándome con un gesto de odio, detrás la vieja del C.D.R. mirando fijamente a Ismael, diciéndose «yo sabía, yo sabía», y al fondo el policía, la mano sobre la pistola por si remotamente Ismael intentaba darse a la fuga. ¿ Qué tiempo, qué tiempo, qué tiempo estuve así? Toda mi vida, toda mi vida, desde ese momento hasta ahora aquí, junto a la nieve, desde ese momento hasta que muera aquí y me pudra (o no me pudra) bajo la nieve. De todos modos no pudo haber sido mucho tiempo, pues el muchacho que era del vecindario y de una familia integrada al sistema, volvió a testificar rápidamente la acusación, y como si eso fuera poco allí estaba Ismael semidesnudo, dando pruebas de su inmoralidad, y más allá la cama revuelta, las sábanas tiradas por el piso y hasta un olor a sexo, a un reciente combate erótico, flotando en el aire. Todo eso fue cogido al vuelo por la presidenta del C.D.R. quien dueña de la situación, y al parecer ya del apartamento, avanzó resuelta hacia Ismael... Aquello fue un verdadero escándalo en todo el pueblo de Santa Fe. Que lo hubiera hecho otro, un pájaro común, un maricón reconocido, alguien que estuviera definido, pero Ismael, él que era incluso jefe de los círculos de estudio del C.D.R., un hombre que parecía tan serio, tan moral, que parecía tan hombre, y con un niño, con un muchacho de buena familia y que tenía, según él mismo confesó, sólo diecisiete años -uno menos que los que Ismael recordaba haberle oído decir cuando se conocieron-. Hasta las locas comunes, aquellas que pagaban el precio de su autenticidad, aprovecharon la oportunidad para desquitarse y levantar un poco la imagen de ellos, incapaces, según confesaban, de violar (pues ya se hablaba de violación) a un menor de edad. 

Reinaldo Arenas 
Viaje a la Habana 
Editorial Narrativa Mandadori, Madrid, 1990.

BIBLIOGRAFÍA

Novelas

1967: Celestino antes del alba
1969: El mundo alucinante
1980: El palacio de las blanquísimas mofetas
1980: La vieja Rosa
1982: Otra vez el mar
1984: Arturo, la estrella más brillante
1987: La loma del ángel
1988: El asalto
1989: El portero
1990: Viaje a La Habana
1999: El color del verano o Nuevo Jardín de las Delicias

AUTOBIOGRAFÍA
1992: Antes que anochezca


NARRATIVA BREVE
1972: Con los ojos cerrados
1981: Termina el desfile




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